Hambre no hombre

Hay que verlo tal vez con mis ojos para opinar que es guapo y admirar su belleza. Lo más lindo de su rostro era la timidez que se apoderaba de cada gesto y le hacía bajar la mirada cada vez que hablaba mucho (cuatro o cinco oraciones de corrido) como si estuviese disculpándose por tener cosas que decir. Tal vez lo más interesante de su rostro eran sus ojos, es sugerente como brillan todo el tiempo y como añoran con almendrada intensidad. Usaba sombrero cada vez que estaba desprovisto de un techo y vestía con cuidada mesura y sencilla pulcritud. También sus manos me parecían perfectas: grandes y fuertes, pero suaves y tiernas al tacto.

Ese es siempre mi primer pensamiento al despertar y mucho antes de animarme a tomar desayuno. Hace días ya que me está costando mucho el desayuno y se me repite el mismo recuerdo. No sé si llego a comer otras cosas durante el día, pero reconozco que el desayuno no se me da. Tal vez sea porque cuando lo veía desayunaba con ganas. Cada noche que nos encontrábamos me prometía un amanecer maravilloso. Pero ahora llevo meses sin tener uno de esos y cada día cuesta más asumirlo. 

Me desperté hace exactos 28 minutos. Los desperdicié viendo un vídeo de una gringa que explica en buen español por qué decir tuirer en vez de tuiter y por qué deberíamos excusarles a los bilingües el mal gusto de andar por la vida pronunciando palabras gringas con pretencioso desplante. Yo no los perdono. Y tampoco me perdono a mí que queriendo tomar desayuno, me prive de él a través del ridículo afán de inmiscuirme en discusiones cuyas causas ni siquiera me importan. Lo hago por inseguridad y cobardía: lo primero porque no siento que tenga la altura intelectual para entrar en discusiones sobre temas más inteligentes; lo segundo porque no me atrevo realmente a comprometerme para luchar por nada ni por nadie. Ni siquiera por mi propia alimentación.

En marzo pasado tuve mucha hambre y añoré comer cosas deliciosas, pero sólo me alcanzaba para comprar pan, arroz y tomate. Pasaban por mi mente mil formas de tomar desayunos felices: palta con cebolla y limón, palta con tomate, palta solita. Sí, exageré la metáfora. No eran mil desayunos porque mis gustos no son tan variados y mis desayunos felices llevan palta, queso o mantequilla. Siempre en ese orden. Nunca todos juntos. 

Ahora que ya tengo plata para comprar palta, queso o mantequilla para acompañar la marraqueta no lo hago. Y no es por falta de hambre porque sí deseo comer. Tal vez sea por falta de fuerzas o por falta de amor personal o por deseo de achicarme hasta desaparecer. Es que para comer paltas tendría que levantarme, bañarme, ponerme ropa limpia –no sé si tengo- y caminar tres cuadras hasta la esquina donde se pone la casera a vender cada palta por diez monedas o su equivalente en un billete. La casera me miraría como si no me hubiera visto nunca porque no me va a reconocer con el pelo verde. Tal vez me venda las paltas más caras porque va a pensar que soy extranjera: a los extranjeros siempre se les cobra más por tener la osadía de viajar y darse lujos que en el tercer mundo cuestan tanto como la dignidad. Cuando eso suceda, me avergonzaré de tener pelo verde, de haber perdido a mi casera hace meses, primero por falta de plata luego por falta de ganas. Todos murmurarán ahí va la gringa pelo apestado. Yo no me atreveré a decirles que soy de aquí y que me apesta que a cualquiera que hace algo diferente le tilden de gringa porque yo no quería ser diferente, sólo caí en la tentación millennial de renacer tras un cambio de look. 

La gringa en mi teléfono ahora comenzó a hablar sobre cómo pronunciar correctamente las marcas. Esto me interesa menos que lo anterior, sin embargo, repito sin ánimo después de ella: naiki no naik, disni no disnei, shevrolei no chevrolet… Hambre no hombre, pienso, mientras me cubro con la frazada hasta la cabeza, invento la oscuridad total en mi cama, la gringa sigue transmitiendo en el celular y yo repito: era guapo no feo, de noche no de día, no está no me levanto, no me ama no como.  

El globo rojo

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Fui a un sitio muy especial. No sé qué hice en ese lugar, pero tengo absolutamente claro que todo lo que allí realicé forjó en mí una profunda saciedad y un gran sentido de felicidad. Reconozco en mi alma un cambio absoluto como si de pronto hubiese tocado el origen, el fundamento mismo de la poesía y la belleza. Todo esto no lo aprecié sino hasta el final del último suceso que significó el reconocimiento máximo del sentido de la vida.

Cuando salí de ese lugar llevaba en mis manos un globo rojo al que yo cuidaba con especial atención pues no deseaba dañarlo siquiera con el roce de una mirada mal dirigida. En el interior de ese globo rojo se gestaba mi tesoro, aquello que había conseguido en dicho lugar; lo que me había sido concedido por las fuerzas divinas para abrir puente hacia la concreción de la felicidad. Pude ver cómo dentro de ese globo flotaba vida, forma, amor, esencia, alma. Pude sentir cómo se desarrollaba una personalidad, cómo se forjaba talante, carácter; pude amar sin tocar, sin ver, sin necesitar saber siquiera si era correspondida.

Al llegar a casa seguía adormecida por una paz interior que era más profunda que las simientes de la tierra y estaba en insondable paz con el mundo, es decir, conmigo misma. Mi estómago estaba inflado como un globo rojo, en él había criaturas comprando entrada para ver el espectáculo de la vida desde afuera, siendo protagonistas del hecho más espectacular que imaginarse pueda. Mi madre estaba esperándome en el hogar, nuestro hogar de paredes blancas y muebles color crema. Al fondo de la pieza había una camilla, dos enfermeras y un médico. Ninguno de ellos tenía cabeza, al menos yo no pude verla. Pero vi sus cuerpos. El médico era un hombre muy corpulento, robusto, poseía unas manos enormes y fuertes. Las enfermeras eran dulces, sabias y fuertes. Había entre todos nosotros un equilibrio sobrenatural, una armonía sobrecogedora que provenía del amor. Mi madre, como siempre, irradiaba felicidad, y estaba realmente inflada de dicha y orgullo, como si hubiésemos empezado un nuevo rumbo.

De pronto comencé a sentirme extraña. Desde mi entrepierna empezó a caer un líquido suave y tranquilizante que cubría la piel de mis piernas como trazando un camino de suavidad hacia el mundo nuevo que se abre cada vez que suenan las campanas de la vida. Las personas que estaban junto a mí me subieron a la camilla porque yo no tenía fuerzas para hacerlo sola, estaba cansada como realizando un trabajo que acaparaba todas mis fuerzas, comencé a sudar y sentía la obligación de conectar mis energías desde el centro de mi ser, desde el fondo de mi alma para realizar un esfuerzo del que no tenía antecedente. Sentí miedo porque pensé que me abrumaría un dolor que no había sentido nunca antes, me aferré a los brazos que me rodeaban para ayudarme a pasar de ese trago de dolor. El médico comenzó a decirme que pujara, que pujara con todas mis fuerzas, que sólo necesitaría tres esfuerzos y todo cambiaría par siempre. Me sentía como si estuviera flotando en una cama de agua. Comencé a pujar, uní las fuerzas de mi alma con la de mi cuerpo, apreté todos mis músculos y realicé el más grande esfuerzo de mi vida. No hubo dolor la primera vez, tampoco la segunda. Puja, puja una última vez, me gritó el médico y yo estaba asombrada por tanta maravilla, por tanta calma, por la ausencia de dolor. Entonces, pujé una última vez y el médico se mostró feliz, dichoso, como si a través de mí cumpliese su propio sueño. Entonces, la alegría era compartida, todos en la sala habíamos dado a luz algo maravilloso. Miré hacia mis pies, cortaban el cordón que me había unido por tantos meses a mi descendencia. No podía con la dicha. En este punto me quedo sin palabras y es por esto que no puedo explicar lo que sentí, no encuentro forma de contarles lo que sucede en ese momento, lo que pasa por la cabeza al presenciar tamaño milagro. La enfermera me miró a los ojos, leyó en mí aquel sentimiento inefable que me habitaba y se acercó a mí con dos de mis retoños. La otra enfermera hizo lo mismo con el tercero y de pronto tenía yo en el pecho, entre mis brazos a mis tres preciosuras, pequeñas, indefensas, dispuestas a recibir mi amor. Poblaron mi pecho, el lugar donde se forjan todos mis afectos, ahora y para siempre ese lugar era para ellos, se convertiría en el pequeño santuario donde le rindo tributo al milagro de la vida. Todo en esa sala era amor, mi casa presenciaba el más bello espectáculo que he protagonizado en la vida y estaba rodeada de gente que compartía mi felicidad, que recibía a mis retoños con el mismo amor que yo. Todo había cambiado para siempre, mi globo rojo se reventó pero no se destruyó, se trasformó en algo más bello y ahora conforma lo más anhelado de mi vida: un hogar.

Lagunas de viernes por la noche

Quería besar los labios  de quien me dijera que deseaba los míos.
Miré sus ojos y supe que añoraba nadar en ellos. Lucían más rojos que verdes por el alcohol y las drogas que amenazaban sus pasos a lo largo del errante futuro que se había propuesto trazar. Lo miré hasta dejarlo sin otra opción. Acudió a mi llamada.

Es que la morada interior en la que me he refugiado no tiene ya campo para los ojos oscuros que me miraron ayer y no me dejaron seguir mi errabundo camino. De pronto me vi envuelta y encerrada en sus brazos y ya no tuve escapatoria. Tuve que dejar de resistirme y ceder para yacer entre sábanas  de pasto de un parque poblado de árboles y miradas esquivas del dios y su miseria.

*

¿Cuál es la postura que he de adoptar sin relativizarme ante tu juicio menor? Creo en ti más que en los dioses y amo tus besos inexistentes más que la mano que me abriga cada noche sin amor.

*

No me gusta este presente, pero persisto en la inclemencia. Quizás deba regresar a la fuente de vida y volverme a llenar de amor y de vicios antiguos que me ayuden a entender el movimiento del cosmos. ¿De dónde viene todo?, ¿Cuál es el origen que me conecta con la tradición humana y me aleja de la amnesia educativa? La memoria es frágil, nada depende ya de nosotros. Nos olvidamos de nuestros orígenes. Ya no hay elementos y nada  me regresa a la gesta. A la oportunidad  de borrarlo todo de volver a empezar. La mente de un yonqui atraviesa todos los estados. Mi mente se llena de pensamientos de los cuales no puedo escapar. Estoy segura de encontrar grandes respuestas esta noche. Pero la sabiduría me ha abandonado. Los besos no me fueron regalados, me los robó uno de los míos a punta de violencia. Otra vez. Los que vagamos por la vida deseando amor terminamos siempre en los brazos incorrectos. Pero no importa, mi cuerpo y yo no somos lo mismo. Yo soy más que huesos y carne. He de volver a la fuente de vida, tender la mano a los sin amor como yo, hurgar en busca de respuestas y volver a empezar. Cada noche la termino así: con la angustia de enmendar el equivocado trayecto. Pero esta noche (y como siempre para mí) ya es tarde, me voy a dormir para no pensar más… hasta la siguiente apuesta.

La sicoloca

Presumo tener dotes de psicóloga, escucho a todo mundo en silencio y solo asiento cuando la ocasión lo amerita. Como toda buena psicóloga, lo mío no son los consejos ni la solución para la vida de nadie: tómate tal pastilla, intenta tal ejercicio, di tal cosa, piensa lo otro. Todas son fórmulas inventadas, preconcebidas, uno las dice por si acaso. En caso de que alguna funcione el interlocutor será feliz y te considerará buena en la materia. Todos ganamos.

Al final del día lo que la gente quiere es ser escuchada, la sanación llega sola una vez que se deja la sensación abrumadora de cargar sobre los hombros con toda la pena del mundo. Por esa razón yo escucho a la gente. Por otro lado, si a eso le sumamos que no cobro nada, entonces, tenemos que la gente se siente en las nubes, olvida que está comprando un servicio y cree que está en una reunión de fraternidad, en una sesión de desahogo con la madre o con la mejor amiga. Eso me reconforta también a mí en lo personal.

El problema es que a mí nadie me escucha. Hace poco me separé del que iba a ser el padre de mis hijos y me mudé a esta nueva casa. La gente que viene cree que no tengo muebles para hacer el ambiente más amigable y menos amenazante, juran que es una estrategia, pero no. Lo cierto es que no tengo dinero para costear muebles, ni puedo hallar por las mañanas el ánimo para salir a buscar trabajo. Por consiguiente: me dedico a esto para no estar sola, para pasar, como quien dice, del día a la noche sin tanta infamia.

No tengo diván para atender a mis interlocutores, pero eso no impide que se lleve a cabo el acto de oír. No tengo ya a mi Iván, ese hombrecillo que evitaba que echara en falta los muebles, ese hombrecillo que tampoco tenía trabajo pero le daba sustento a esta vida.

Si alguien viniera a esta casa vacía y me escuchara, sólo tendría que decir: Me siento en este diván imaginario para sacar la tristeza que atavía mi alma desde la mañana en que Iván, habiendo conocido a la diva de la noche, decidió decirme adiós. Solo treinta segundos bastarían.

Viejos clásicos

A veces creo que todos los versos que pude haber oído en la vida se dieron en mi infancia. En mi más tierna infancia cuando mi padre y madre se levantaban muy temprano a preparar el fin de semana familiar y la radio tocaba los viejos clásicos. Entonces, me levantaba muy llena de amor y esperanza al ritmo de Sandro, Raphael, José Luis Rodriguez, Adamo, Nicola di Bari, entre tantos otros. Hoy miro hacia atrás, paseo por los domingos de mi infancia y se repiten las suaves melodías, los vozarrones y las letras de amor desgarradoras. Es difícil no creer que ya está todo dicho, que ya se cantó todo lo bello que existe sobre el amor. ¿Qué queda ahora?

Mientras mamá planchaba, papá reparaba la lámpara; mientras mamá veía la teleserie, papá veía el fútbol; mientras papá reparaba el auto, mamá hacía cortinas; mientras mamá bebía te, papá bebía vino; mientras mamá fumaba, papá cambiaba la radio de estación; mientras mamá aguardaba en casa la llegada de papá, yo escuchaba los únicos versos posibles en el mundo, lo único que se podría haber dicho sobre el amor.

Ahí me construí. Ahí encontré respuestas. En esas jornadas de viejos clásicos mientras papá y mamá existían al ritmo de las mejores canciones de amor, se me develó tanto de lo que habría de ser mi vida entera. Esas canciones le dieron forma a todo lo que me rodea y me asusta mucho descubrirlo. Me da miedo pensar que la poesía de los primeros años es la única capaz de conmoverme de ese modo. Es igual a sentir que después de Jorge Teiellier, don Nica o Gonzalo Rojas en este país nada puede volver a escribirse. Ellos lo dijeron todo, lo pensaron todo y con qué maestría. ¿Qué queda ahora?

Recordar. Eso queda. Cada domingo volver a escuchar los viejos clásicos con los recuerdos de mamá y papá construyendo una familia mientras leo y releo los versos inmortales de los únicos poetas posibles.

…aceptando el terrible consuelo: nací en la época equivocada, con la gente equivocada, con las ilusiones equivocadas, en el cuerpo equivocado, con el amor equivocado.

Fracaso estival

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Esta foto data de los ochenta, aquellos años dorados en que había un tata sanguinario en el poder y un pendejo esquizofrénico hablaba con la virgen. Por ese entonces, yo ya quería una vida sin padres, como Alejandro Zambra, quien años después me copió la frase y se hizo famosillo. Pero esa es otra historia. Pa querer una vida sin padres hay que trabajar, así que, recomendada por una amiga cachilupi de los años, me presenté al casting de la película Te creis la más linda, pero eris la más puta. Siempre quise ser artista y comerme artistas y esas cosas. Pero no quedé. El loco del casting me dijo que no contaba con uno de los dos requisitos fundamentales que quedaban expresos en el título de la película (nunca he sido muy linda que digamos), y me pidió que cerrara la puerta por fuera.

Sacamos la foto después de la audición. Estaba tranquila, pensé en esos padres a los que ya no quería en mi vida y los aborrecí. Por eso me fui a la playa a pasar las penas. Tenía un solo traje de baño que compré en la ropa usada. Me quedaba grande y además no tenía tirantes, cosa que no habría sido problema si en el lugar donde van las tetas hubiera tenido algo. Pero no, solo tenía pecho plano y dos pequeñas protuberancias que quedaban al descubierto cada vez que me zambullía en el agua. Algunos se reían, otros me miraban con un gesto extraño en el rostro. Pero yo, siempre digna, en un arranque de ira me saqué el traje de baño, lo tiré al mar y me salí del agua. Caminé hacia mi quitasol, bajo la sorprendida mirada de la gente, abrí una chela y me puse a leer. Las viejas llamaron a los pacos, los pacos (que me llevaron detenida) llamaron a mis viejos, mis viejos me fueron a buscar, me llevaron pa la casa y no me dejaron salir por el resto del verano. Eso fue el cinco de enero. El verano fue un total fracaso. Y la vida sin padres también. Meses después se estrenó la película. La mina que eligieron en realidad calzaba con el perfil. Ahí caché que yo no servía pa eso. Lo de linda nunca ha sido un objetivo que pueda alcanzar. Aunque a veces creo que podría haberme esforzado más en ese ítem y no en el segundo. Pero ya es muy tarde pa comprobarlo. Ahora estoy mucho más demacrada que en la época de la foto y las tetas que antes no tenía, ahora le hacen compañía al ombligo.

Hasta que te conocí

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 Certeza de encontrar algo mejor
solo eso
algo mejor

Cuando lo conocí, o cuando empezamos a tocar temas que ayudan a conocer a la gente, me dijo que soñaba con una casa en el campo, un perro y muchos libros. No le creí, porque en el fondo sabía que me estaba queriendo confesar su desesperación por encontrar su lugar en el mundo, su lugar con alguien en el mundo. Claro, le hubiese gustado que fuera yo. Pero sabía perfectamente que no sería yo. Si me permiten confesar: hubiese querido ser yo quien acurruque sus miedos cada noche, pero no quiero que sea él quien cargue con mis inseguridades cada día. Lo bueno es que desde ese momento, desde esa tarde de cerveza en el campo, nos quedamos prendados el uno del otro. Y no es algo común y romántico, es que en el fondo ambos estamos quebrados, venimos con una falla de fábrica y nadie ha podido repararnos. Quizás cuando nos vimos la primera vez identificamos nuestras debilidades y quisimos unirlas para sanar un poco, para dejar de victimizarnos en la vida. Entonces, nos tomamos de las manos, recorrimos en secreto muchos recovecos de la ciudad y nos adentramos en los más oscuros callejones de nuestra existencia. Fuimos víctimas de ese diálogo en el que te sumerges y ya no regresas igual, te transforma, te redime. Entonces te encierras en en el dulce amargor de la pena vuelta catarsis. Ya no te importa su sexo, ya no te preocupas por sus defectos, lo quieres a tu lado porque te renueva el alma… y eso, amigos míos, si aún no lo han vivido, no lo podrán asimilar, pues cuando naces con una alita rota, deambulas por el mundo sin más que esperanza abrigada en los bolsillos mientras en mundo te patea con su felicidad casi evidente. Cuando eres desgraciado, todo a tu alrededor te parece mejor y vagas con la espina de la alegría ajena que jamás roza tu vida. Hasta que llega él, que no es más feliz que tú y que comprende de qué hablas cuando dices que estás cansada de soñar, que ya no te quedan cumpleaños porque hace tiempo que reconociste que no celebras un año más de vida sino uno menos. Todo esto ha sido solo un preámbulo, una cuenta regresiva para lo único que no es ilusión: la muerte. Y él lo sabe, lo siente. En ese momento, soltar su mano sería el único crimen. No querer verlo sonreír, sería la única forma de negarte a ver tu sonrisa proyectada. No conmoverse cuando te dice que odia a los niños, pero amaría ser el padre de tus hijos, es rayar en la locura.

*

Quisiera simplemente saber que he vivido para combinar las cinco letras de mi nombre, LAURA, con los cinco sueños de mi vida: felicidad, virtud, amor, maternidad y reivindicación. Quisiera saber que he vivido para aprender a conjugar verbos esquivos, como: abrazar, besar, acariciar, añorar, acompañar. Saber que reír y llorar no son opuestos, son complementarios.

En definitiva, quiero seguir viva. No sé a qué más podría aspirar. Si he llegado hasta aquí, no tendría a bien rendirme ahora.

Claro, esto último, solo lo pude escribir, hasta que te conocí.

Francisco

Las palabras carecen de significado por sí mismas, por separado, por eso necesariamente debemos unirlas a un contexto que les proporcionen vida. Francisco al principio no significaba nada para mí, era solo un nombre, cualquier caminante de la Viana o cualquier pasajero de la micro 17. Eso hasta que Francisco cobró un rostro, unas manos, un aliento. Fue un día cualquiera de marzo de 2008. Había pasado por varias situaciones que llevan al límite a cualquier adolescente en busca de ese algo que te devuelva la fe en la vida. Y así como si nada emerge una silueta, oscura al principio, que se fue aclarando con cada frase que intercambiamos. Seguro no habría creído esta historia si me la hubiesen contado, si no la hubiese vivido. Pero es cierto. Francisco dejó de ser palabra y se volvió carne, sueño, esperanza, eternidad. Ahora, no sé cuánto dure esta eternidad, pero poseo absoluta certeza de que esa eternidad será la más bella y duradera de las que me convide la vida. Hay eternidades de una tarde y eternidades de varios cientos de meses. Esta es de misterio. Como él. Como yo.

Fue una semana confusa. Yo estaba a punto de emprender un vuelo que habría de cambiarme la vida a golpes y caricias. Francisco estaba en el confort de su vida tranquila, su barrio y su gente. En el fondo tenía lo que yo había perdido, a lo que yo había renunciado. Me fijé en él porque desde el primer momento supe leer su corazón y lo que ahí había era pura verdad. Se fijó en mí, seguramente, como se fijan los científicos en las rarezas de la vida, los filósofos en las paradojas. Pero nos quisimos. Bailamos un par de canciones en un sitio que recuerdo solo por imágenes difusas en las que puedo perfectamente distinguir su sonrisa amplia y generosa. Compartimos algunas noches en un parque típico de barrio, con la oscuridad que nos rodeaba y la tranquilidad de sentirnos bien el uno con el otro. No estábamos solos. Nunca lo estuvimos. Pero estábamos juntos. Siempre lo estuvimos.

Tengo una foto que por alguna extraña razón representa tres siluetas en un fondo de piedras alumbradas por un poste. Pero puedo perfectamente distinguir a las personas retratadas y a través de ella puedo volver a vivir ese instante, acaso el más bello de aquella efímera semana. Reconozco a Francisco. Coloreo su silueta y trazo las líneas de sus rasgos. Lo memoricé como se memorizan los nombres de los padres, con una paciencia y rigurosidad de artista. Amplio su sonrisa para recordar lo bello que me parecía antes y mucho más ahora. Repaso sus gestos, sus palabras. Viajo al momento que selló nuestras vidas. Es temprano en la mañana, el cielo gris nos cubre y me siento segura ante las nubes amenazantes de llanto. Era una despedida y Dios lo sabía. Ahí estaba él, me esperaba para darme un pedacito de sí, de ese amor que guarda por sus prójimos. Para entregarme la paz que buscaba, para hacerme sentir amada entre la desolación de la partida, del volver a comenzar. Me regaló un abrazo que no olvidaré, que me envuelve hasta hoy cada vez que necesito recobrar la fe. Lo pienso y el mundo cobra sentido: aún queda gente bella. Me fui por varios años. Él estuvo conmigo en la ausencia. No tenía que decírmelo, yo lo sabía. Lo sentía.

Volví a su abrazo en 2012. Era febrero. Estábamos en un lugar de alto. No recuerdo exactamente el lugar ni la gente. Lo recuerdo a él. Discutíamos esos temas que me apasionan. Hablábamos de delirios ciudadanos, delirios humanos. No quería que se fuera. Pero se fue. Tenía una vida que continuar. No quería irme, pero al día siguiente partí. Me fui con su abrazo. Ese, el de siempre. El eterno. El caluroso. Lo escucho decirme “monita”. Lo siento verme partir. Lo veo partir. Nos alejamos hasta nuevo aviso. Aunque no por completo. Nuestros fantasmas rondan y nos vamos juntos, aunque separado en busca de aquello que tenemos el uno para el otro, pero no necesariamente.

Adiós, es una palabra que utilizo a menudo. Mi vida es una gran despedida. Pero solo cobró real significado en la humildes calles del vejo Olivar de boca de algunos que le proporcionaron vida a todas las palabras que he dicho de ahí en adelante. Que cambiaron mi forma de ver la vida para siempre. Francisco es un nombre común, pero después del Olivar, Francisco es un nombre perfecto, de rostro amable, de abrazo firme, de palabra justa.

Limbo

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Tener que morir varias veces antes de poder realmente vivir. Así ha tenido que ser mi camino. Así me lo he tomado. Como un constante limbo entre la muerte y lo que creo es vida. Por eso hoy estoy aquí. Podría haber pasado un sábado como las personas comunes. En lugares ordinarios. Con gente normal. En el parque con los niños. En la esquina con los cabros. En casa con los viejos. Pero no, estoy en el cementerio. Pere Lachaise parece un hogar después de todo. Cuando la vida no es vida, cuando el sábado sabe a muerte y una negra sombra va tras mis pasos, Pere Lachaise toma título de hogar. Aquí las lágrimas no son lo primordial. Los lamentos no importan. Todos sufren sus propias miserias. Aun así temo llorar demasiado. O no lo suficiente. Lo único claro es que he tenido que morir varias veces antes de poder vivir. Quizás nací muerta y no he vivido. He sobrevivido a la oscuridad del no ser. Entre tumbas, flores y lamentos París una vez más me da malas noticias: de tanto querer alargar los días, te has olvidado de vivir. Respirar es existir. Y existir no es lo mismo que vivir. Tener que morir varias veces antes de comenzar a vivir me parece normal si pasar un sábado en el cementerio cuenta como panorama y cenar con los muertos sobre la bella, decorada y sonora tumba del triste y loco Jim Morrison se torna habitual.

Como si fuera

Nunca he contemplado la idea del suicidio y no tengo muy claro por qué. Realmente soy una gran y verdadera outsider. No pertenezco a ningún grupo social, religioso, filosófico, político, etc. Pero aun así, no quiero abandonar esta vida. Quisiera vivir mucho, ser detractora, ir contra la corriente, que todos me señalen con el dedo, que todos me crean loca.

 Hace un tiempo leí Mis documentos de Alejandro Zambra y me gustó mucho una de sus frases: “Qué estupidez: querer vivir más como si fuera, por ejemplo, feliz”. Me gustó y me dio risa porque es tan cierta. Nadie es feliz en este mundo y casi nadie quiere morirse. Qué ironía más grande. En realidad no sé qué saco con querer vivir muchos años, pero sí sé que quiero una vida larga y ridícula. Una vida que nadie quisiera repetir, una vida grotesca que muchos admiren pero a la vez les avergüence. Ser una especie de Sid Viciuos con una pizca de Frida Khalo, Milan Kundera, el protagonista de El Extranjero y algo de Buckowski. Probablemente al final de mis días no haya logrado nada. Quizás me vuelva tan convencional que termine muriendo de aburrimiento mientras cocino la comida para una familia que me ignore y sólo se acuerde de mi existencia cuando necesite algo. Tal vez me muera queriendo vivir más como si fuera, por ejemplo, feliz.