Envejecer

 

El otro día leí en una reseña sobre La muerte del prójimo de Luigi Zoja, que el sistema nervioso del ser humano “está preparado para reconocer, almacenar y dar la bienvenida a un número muy pequeño de rostros”. No obstante a esto, el habitante de grandes urbes “ve miles de rostros anónimos todos los días. Esto genera en él un grado de tensión significativo ya que siempre están activados sus mecanismos de alarma […] frente al extraño”. Esto me angustió bastante porque caminando por las calles siempre he notado lo intimidadas que solemos sentirnos las personas frente a los demás, que ya no reconocemos como prójimos sino solamente como otros totalmente ajenos a nosotros. Esto no ha de extrañar: si las ciudades están tan llenas, las posibilidades de encontrar un rostro amigable se vuelven nulas. Por eso estamos tan solos, cada vez más solos. Mientras más vaciamos el campo para llenar ciudades, más solos nos vamos quedamos.

Pienso esto justo hoy, que, como tantas otras veces, me he despertado en una ciudad que no conozco, que no me conoce. Y sí, es triste. Sigue siendo triste. Escribo esto no sé muy bien con qué fin, sólo me hace falta hacerlo. Lo hago mientras suena Bloque depresivo, en ese bello concierto que dieron en el Théâtre de la Ville y de cuando en vez miro por la ventana para ver el gris, el verde, el contraste; también a veces, mientras me detengo a pensar sobre lo que quiero escribir, estiro la frazada en la que me envolví para asegurarme de que ningún rincón de mi cuerpo esté desprovisto de calor.

Estoy algo cansada, titubeo, no sé muy bien lo que siento. Entonces pienso en los versos del poeta, el gran poeta Jorge Teillier:

Tal vez nunca debí salir del pueblo 
Donde cualquiera puede ser mi amigo.

Las reflexiones no llegan al azar, nada de lo que me pasa, de lo que nos pasa es independiente de los factores políticos, sociales, culturales del sitio que se habita. No se puede negar que somos no sólo un individuo, sino también un ser en constante desarrollo. Somos también lo que hemos sido hechos. Estas reflexiones no llegan al azar, decía, y tienen que ver con ir haciéndose vieja, con comenzar a añorar regresar a casa para protegerse de este mundo vertiginoso, con extrañar a los amigos, con no haber visto crecer a los sobrinos, con notar que la ciudad natal es ahora desconocida.

Tiene que ver también con haber abandonado la búsqueda infructuosa de estímulos para vivir sin ser cuestionada todo el tiempo. Es que el sistema nos exige demasiado: tener tiempo productivo (trabajo) y tener tiempo libre (el cual no puedes perder porque la vida es ahora y tienes que aprovechar cada segundo). En realidad no es tan necesario mudarse constantemente, conocer muchas personas, comprar algo nuevo todo el tiempo, querer vivir una emoción nueva cada día. En realidad solo necesitamos una zona de confort, participar en comunidad, descansar, mirar a los ojos del otro y ver a un prójimo, no a un extraño, mucho menos a una amenaza.

Tiene que ver con percibir el sufrimiento en cada rincón y no poder hacer nada. Con ver a los Mapuche reprimidos en ambos lados de la cordillera. Tiene que ver con descubrir que no hay forma de cerrar los ojos, de ir tranquila por el mundo cuando la indiferencia no es una práctica de vida para ti. Tiene que ver sobre todo con haberse cansado de querer hacerlo todo y terminar haciendo siempre muy poquito. Tiene que ver con que el silencio está en desuso, la pluralidad muy de moda y la empatía en el pasado.

Quizás sólo tenga que ver con esas insufribles ganas de volver a casa y hacer hogar codo a codo contigo, con los demás, con todos y cada uno en su sitio.

 

Las estrellas del silencio

 

Anoche miraba las estrellas junto a un pino inmortal.

Las estrellas son testigos silenciosos de lo que aquí acontece, por eso les formulé mis dudas. Alcé plegarias y respiré profundo. La luna llena me saludaba brillando austera tras unas débiles nubes pasajeras. La noche era mía. Corrijo: yo fui de la noche.

Anoche miraba las estrellas junto a un pino inmortal respirando vida en la oscuridad.

Un gato tan negro como la noche me miraba tras un árbol de flores rojas. La luna acariciaba sus rostros e iluminaba el mío. Yo soy la que los vi pasar, soy el testigo de que el viento soplaba en la dirección equivocada el día que volaron junto al mar. Soñaba con no tener que invertir tanto esfuerzo en lo que ama, que fluyera natural. Nada nace sino del esfuerzo, gritó. Baje la mirada para respetar, para asentir, para sentir que duele y tiene que doler.

Bajo un manto de estrellas anoche me miré.
Lejos me vi
perdida entre frases disonantes
haciendo de mi canción amor.

Bajo un manto de estrellas anoche me miré
Impregnada de nostalgia y desesperación
clamando a voz sorda
por consuelo.

 

 

 

No sé

No sé cómo se habla de la ausencia cuando no se quiere acortarla. Como aquella vez que estando completamente a oscuras no sabía cómo comportarme ante la imposibilidad de ver. Siento que se me escapa la distancia y se me hace enorme. Me refiero a esa distancia que me mantiene lejos del amor, o sea, de las letras. Hay ausencias que hacen de la distancia un estadio obligado y ya no puedes escapar de ahí. He de vivir esta ausencia que me persigue como una sombra imposible de asir.

No sé cómo se dice adiós a la muerte. No puedo mirarla a la cara y decirle que estoy bien, que acepto que vaya retirando de mi lado uno a uno a mis amados. Sentada en un sillón mientras la oscuridad de la noche me hacía imposible la esperanza, me visitó la fría sensación de la pérdida ante la capa oscura. Esa capa oscura que anuncia el retiro definitivo. Era ligero el equipaje. Era triste la historia. Otra vez.

Quizás se deba a que la vejez en un tiempo de la vida se hace irreversible. Y no me refiero a los muchos años. Sólo hablo de los 27.  Ya saben. Ya han oído hablar de eso. Yo también. Sólo que aún no lo he vivido. Pero hay algunos que ni siquiera saben de la infancia, de ese gozado sorbo de coca cola a los 5 años, del cosquilleo de la arena y la ola pequeña que te atrapa enorme a los 7, del abrazo de oso de una abuela gigante que no mide más que tu madre… del amor, es eso, el amor que hace enorme lo que quizás ni siquiera existe. Lo que quizás nunca existirá.

Pero aquí seguimos, bebiendo el último trago de agua blanca, muriendo, como el poeta, de vino y no de tedio.

Escribir

Nunca antes había sentido tantas ganas de escribir. Llegué de pasarlo muy bien, debería estar cansada. Pero no, tengo tantas ganas de escribir que no puedo ir a dormir. No sabía dónde plasmar estas ganas, mi cuaderno de escribir, mi agenda, mi libreta, un nuevo documento de Word… Mi blog. Hace mucho tiempo que no pasaba por aquí. Acaso no tenga nada que decir pero me hace muy feliz estar aquí, retomando este camino.

El camino está aclarando, estuvo antes oscuro aunque hubo luces. Me llama la atención que cuando sufrí, cuando necesité tanto un abrazo nadie me lo dio. Hoy tampoco alguien me lo ofrece, pero ya no lo necesito tanto como el adulador cree.

Jugué con fuego desde la orilla del río (que nunca es el mismo, dicen) y me quemé con el reflejo del sol en el agua que presurosa arrancaba de nuestro desastre, del alma que aturdía el paso naciente con vanidad de vanidades.

De mi, quizás. De quién más.

Me acuerdo del Prado… caminado de noche junto a él que me agradecía como si le estuviera haciendo un favor al estar a su lado. Me acuerdo de su pantalón usado hasta el cansancio reposando sobre el suelo helado mientras nuestros cuerpos viajeros se abrasaban bajo la sábana invernal. Me acuerdo de su beso rodando por mis praderas, quise decir caderas, quise decir veredas. Me besaba tanto, eso quise decir. Amor al prado. Esto no es un romance, es una razón para el beso, para darte las gracias, recuerdo.

Le doy ventaja a la memoria porque no puedo regresar. Te doy ventaja a ti porque no puedo más que amar.

 

 

Vida

Ayer precisábamos de un implemento que sirviera para bautizar a Jesús. No, no se ha concretado la segunda venida, sólo se trataba de una dramatización del bautismo de Jesús a manos de Juan como lo relata Mateo en el evangelio que se le atribuye. El caso es que una chica dijo que se haría cargo del asunto y pronto llegó con una flor arrancada de su hogar. Me sentí inmediatamente culpable y pedí que trajeran un recipiente con agua en el cual dejar descansar a la flor. La gente me dijo que no era necesario, que ella moriría igual, y yo les dije que en tal caso quería que tuviera una muerte menos atroz. A muchos mi actitud les pareció exagerada e innecesaria, pero no puedo obviar la vida detrás de la apariencia inerte de la flor.

Hace años mi profesor de inglés llegó a la sala de clases con una flor medio muerta en la mano. Nos contó que al subir al metro la encontró en un asiento y decidió llevarla al salón para ponerla en un recipiente con agua porque no podía dejar a un ser viviente morir con tamaña desolación. Por esos años me pareció tierno pero exagerado. No hay nadie más egoísta que un adolescente, le escuché decir a un poeta hace unos días. Y vaya que cierta es esa frase. Yo, por entonces, adolescente, muy preocupada de mi propia existencia no hallé mayor relevancia en el gesto de mi profe. Ahora, es cuando he ganado perspectiva y puedo dejar de lado mi vanidad para legarle mis respetos a la flor que arrancamos para bautizar a Jesús. Podríamos haber utilizado cualquier cosa y dejar a esa flor continuar con su existencia hasta que la naturaleza de su vida fuera desplazada por la muerte natural. Pero no fue así. Fue arrancada y me siento responsable. Le debemos respeto a la vida y no tan sólo a la humana.

Lectura, amor y decepción

Alguien me dijo: tarde o temprano todos terminan decepcionándose de Heidegger. Eso me tiene muy inquieta porque me he pasado unos días de ensueño leyendo con esa adrenalina que se apodera del cuerpo, del alma cuando la lectura interpela y conmueve. Pero me acecha ese malvado mensaje que me envío un egoísta sin permitirme siquiera caer en el amor antes de romper la ilusión. Es como si estuviese casándome y justo ante el altar los dioses sentenciaran: serán felices mientras dure pero tarde o temprano dejarán de amarse.

No me he decepcionado de Heidegger aún, pero me agobia la idea de que en algún momento me abandone este olvido del mundo que permite que las horas pasen volando y no precise más que empaparme de letras.

No se preocupen, no estoy obsesionada. De cuando en vez me tomo descansos y me voy a otro cuarto a leer a Juan Villoro. Quisiera devorarme con avidez los textos, como lo hiciera el mítico Rain Man cada día de su vida. Qué bellas se tornan las jornadas que te permiten leer y maravillarte del milagro de que las letras existan y los seres humanos se hagan a partir de ellas. No entiendo cómo puede haber gente que vive tranquila en este planeta negándose el placer de leer…

Es abrumador de pronto, lo sé. Pero debe serlo. La vida no debiese sucedernos como algo trivial pues el arte de llevar una existencia a cabo en la inmensidad del universo no es sino el más magnífico trabajo que se nos pueda encomendar… y poder tomar consciencia de ello es un regalo invaluable.

Por eso ahora mismo presionaré el botón publicar y volveré a Villoro o a Heidegger. Continuaré mi viaje, viviré las vidas posibles de una lectora que siempre está dispuesta a una nueva aventura, a una nueva conmoción, a una nueva teoría, a una nueva decepción.

Ausencias

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Fui a La Paz. Siempre me hace feliz visitar esa caótica y horrenda ciudad a la que admiro como una niña que por primera vez siente un algodón de azúcar deshacerse entre paladar y lengua. Esto no tiene nada que ver con lo que diré  a continuación, sólo quería contarles que fui a La Paz, que por la noche tras mi ventana vi las luces de la ciudad alejarse y me prometí regresar pronto, que comencé a extrañarla en ese mismo instante y que aún no termino de asombrarme ante la maravilla de que tanta gente haya sobrevivido a la rudeza de Los Andes. La Paz es una ciudad increíble, llena de contrastes y sorpresas… pero no quiero hablar de ello ahora, sólo quería decir lo que ya he dicho antes: fui a La Paz.

Lo que me trajo de regreso aquí es que hace unos cuántos sábados pinté la cocina de mi casa con la esperanza de que el nuevo color de las paredes me alentara a escribir más. Han pasado al menos cinco sábados y no he escrito más que siete páginas en el cuaderno de anotar. Todas han sido redactadas en plazas públicas de la ciudad, ninguna en la cocina resplandeciente. Es que estoy con mucho cansancio, poco tiempo libre y mucha lectura. Todo lo que me quita el tiempo de escritura es apasionante, pero extraño escribir con la regularidad que purgaba mi espíritu y me agobia saber que la nueva tonalidad de la cocina no ha causado en mí el efecto esperado.

La cocina sigue sin ser estrenada. Ahora estoy escribiendo desde la biblioteca a la cual no puedo asociarme por no cumplir con uno de sus requisitos odiosos: no tengo un pariente directo en esta ciudad que me sirva de aval. Quiero leer los libros que hay aquí, pero me cuesta pasarme las pocas horas libres viajando hasta estas instalaciones para encontrarme cara a cara con mi autora favorita. La literatura siempre ha sido para mí un amor no correspondido, quizás sea hora de aceptarlo y dejar de añorar la escritura que no me fluye y la lectura que siempre encuentra excusas para alejarme.

Como si todo lo anterior fuese poco, he abandonado la blogósfera porque no he encontrado tiempo de calidad para dedicarle a mis blogs favoritos. Espero también haber sido extrañada, si no esta entrada carecería de sentido y sólo le estaría explicando esta prolongada ausencia a esa parte de mí que cada día recuerda con nostalgia los paseos por cada blog.

En fin, quizás este no sea un regreso definitivo, pero sí es una señal: la cocina será estrenada algún día y la ausencia llegará a su fin definitivo. Por ahora sólo resta soñar.

 

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Viñeta de Mala imagen: malaimagen.blogspot.com/

– Y AHORA CON USTEDES
Nuestro Señor Jesucristo en persona
que después de 1977 años de religioso silencio
ha accedido gentilmente
a concurrir a nuestro programa gigante de Semana Santa
para hacer las delicias de grandes y chicos
con sus ocurrencias sabias y oportunas
N. S. J. no necesita presentación
es conocido en el mundo entero
baste recordar su gloriosa muerte en la cruz
seguida de una resurrección no menos
espectacular:
un aplauso para N. S. J.

 

Me parece que esta es una gran ocasión para recordar esta pieza de Nicanor Parra de sus Sermones y prédicas del Cristo de Elqui (Santiago, Ganymedes, 1979).
Con la picardía y la ironía de siempre nuestro señor antipoeta tampoco necesita mayor presentación.

Las rayas que obsesionan al caminante amateur

Hoy caminaba de regreso a casa por la tranquila ciudad que aguarda sin malicia la resurrección de su salvador entre huevos y flores. Había una estupenda temperatura y un cielo cubierto de nubes negras que de seguro no llorarán sobre nuestras cabezas esta noche. La vereda era testigo de una particular danza de plásticos y hojas caídas de los árboles. Sí, lamentablemente mi ciudad no es muy limpia y la basura con los peatones y las hojas compartimos el camino sin mayor recelo.

De pronto veo a un chico caminando en la misma vereda que yo pero en la dirección contraria. Comienzo a observarlo pues su andar era extraño, parecía que pensaba muy bien antes de dar cada paso. Al cabo de unos segundos pude descubrir que estaba inmerso en la tarea de no pisar las rayas de la vereda: claro, si pisaba una seguro perdía la vida al instante. Al acercarnos más, levantó el rostro y me miró, pero no le importó que yo lo viera escapando a la terrible casualidad de pisar una raya, de inmediato volvió a bajar la mirada y siguió empecinado en su tarea.

Cuando pasó de mí, comencé a preguntarme hace cuánto tiempo que mi marcha por las calles no estaba regida por el terrible infortunio de pisar una raya del piso. Es que todas contaban, incluso las de la casa de mamá y papá, las de la escuela, las de los amigos, todas eran capaces de traer tremendas calamidades… sólo una vez que me vi muy ocupada creciendo, pude olvidarme de la existencia de las rayas mortales.

Eso me recuerda que yo no quería ser mayor.
Pero me tocó.

Yo no quería terminar arrastrando hordas de preocupaciones insanas a mis espaldas.
Pero me tocó.

Yo prefería quedarme con las rayas que obsesionan al caminante amateur.
Pero me abandonaron.

Diferente, nunca inferior

LunaBaxter

(Imagen tomada de internet)

Hace unos días llegué a la Universidad y sin previo aviso comencé a recibir una avalancha de abrazos y felicitaciones. Por un momento me desconcerté, pensé que era mi cumpleaños, pero no: era el día internacional de la mujer. Es muy extraño ser asaltada por felicitaciones un día cuyo simbolismo no me gusta ni me representa. No quiero que me feliciten por ser mujer, no me gusta que hayan instalado un día en el cual me abrazan y luego, si me algo me molesta, me acusen de “andar en esos días” o de histérica, como si las mujeres no tuviésemos derecho a molestarnos. No quiero que me feliciten si al día siguiente insultarán a las mujeres que han abortado o que se manifiestan a favor de dicha iniciativa; si harán comentarios agresivos u ofensivos contra una mujer que decide  no ser madre, vestir sexy, no maquillarse, no peinarse, andar con buzo, engordar o lo que sea. No me interesa que me feliciten por ser mujer como si fuese un logro, un milagro, una cosa exótica. Desde ahora les aseguro: ¡No lo es!

Esa misma semana, al salir de una clase un compañero me manifiesta que no soporta a la profesora y dice lo siguiente “seguro es una solterona amargada, le falta un macho”. Por supuesto, al emitir ese comentario, él no sopesó el trasfondo machista que tiene su argumento. Por tanto lo increpé de inmediato por considerar que la actitud y apariencia de una mujer dependen de la existencia de un hombre, que la satisfacción sexual de una mujer depende de un pene. Luego él trató de zafar aduciendo que no había querido decir eso, que yo no entendí a lo que se refería, pero acabé insistiendo en que era él quien no entendía el machismo que lo domina. Le grafiqué la situación con su madre: él me presenta a su madre, ella no me recibe bien, pero yo en vez de pensar que tuvo un mal día, que estaba cansada, aseguro que está así porque su marido no la satisface. Dijo haberlo comprendido, pero no se disculpó porque sigue creyendo que su comentario no posee mayor gravedad. Eso a mí sólo me demuestra que no entendió nada, que la sociedad entera, incluso ciertas mujeres, no entienden nada cuando hablamos de feminismo, de equidad, de derecho a la diferencia.

Las mujeres no somos un objeto dependiente de la atención de un hombre, somos un ser muy complejo, como todos los demás seres. Necesitamos que se nos regrese nuestra identidad, nuestro derecho a ser reconocidas, a ser respetadas, a tener personalidad propia, a enojarnos, a gritar, a llorar, a responder a nuestras emociones con libertad, a ser solteras, a no ser madres, a vivir y viajar solas, a reír a carcajadas, a vestir como se nos dé la gana. En fin, no necesitamos un día para que se compadezcan  de nosotras o fijan alegría de que exista nuestro género, necesitamos equidad; no necesitamos un día, necesitamos que se nos reconozca como un ser diferente, nunca inferior.