Ciento cincuenta y ocho

Cuando la humanidad te da golpes en el vientre
quiere que abortes la esperanza
que agotes tus ganas de soñar
que ignores que hay algo mejor.
Pero no te rindas
lucha para que la esperanza se aferre a tus entrañas
y así
se geste en ti la belleza
y al fin
de ti nazcan sueños de una vida mejor. 

Así no más con la muerte

Pere Lachaise

La muerte es algo inefable. No se puede, lisa y llanamente, hablar de ella con claridad. Tampoco se puede hablar con ella. He sabido de algunos que tienen el magnífico don de hablar con los muertos, pero jamás con la muerte. Esa nunca da la cara. Yo la he buscado desde siempre, no porque tenga deseos de morir, sino porque tengo ansias de entrevistarla. Siempre he sido muy curiosa, ella siempre ha sido esquiva. Se dice que quien la desea nunca la obtiene y quienes le huyen, la encuentran pronto.

Una vez fui a un funeral, una sola vez en la vida. Vengo de una familia sin muertos, tanto es así que a veces sospecho que somos inmortales. Otras veces me pongo paranoica y pienso que un día nos vamos a morir todos juntos. Nadie sabe, pero lo importante es nunca bailamos con la muerte, siempre andamos de risa en risa y de broma en broma. Quizás a ella no le gustan esas cosas y por eso no se presenta.

La muerte es algo inefable. La busco en cada cementerio de cada ciudad que visito. Jamás la he visto, ni he sentido su aroma, ni su hielo ha rozado mi espalda. Ella me huye mientras yo la persigo sin tregua. Lo único cierto en todo esto es lo que dijo el antipoeta, Nicanor Parra, “La muerte es un hábito colectivo”.

Añoranzas de París

“Que París exista y alguien pueda elegir otra ciudad para vivir, siempre será un misterio para mi”

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Al fin, luego de nosécuántas recomendaciones y varios intentos fracasados (siempre me quedo dormida), pude ver la película Medianoche en París. Es difícil decir algo contrario a “me encantó”. Claro, las razones pueden parecer obvias: la Belle Epoque, los años veinte, el estilo, la elegancia, el arte que se respira, la vanguardia danzando con la belleza al suave son de las trompetas. ¿Qué se le puede pedir a París que ésta noble ciudad no ofrezca?

 

El mío es un amor muy romántico, lo sé.  Pero una vez que se pasa un tiempo adecuado ahí uno descubre que, como todo en la vida, París no es solo la ciudad de las luces, sino también de las sombras. No obstante, cuando se ama de verdad, todo lo malo no es sino parte complementaria de lo bueno, ese todo se vuelve único e irreemplazable.

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No es difícil estar en París y dejarse llevar por la nostalgia, nostalgia de todo, de lo real y de lo ficticio, de lo bueno y de lo malo. Pienso en los meses que pasé en París como un paréntesis, como un regalo de los dioses, como una invitación de Wilde a besar su tumba. Cada loco con su tema, pero yo me sentí totalmente abrazada por París en cada paso que di por esa ciudad. Por otra parte, también hubo una época en que sentí que París no me amaba como yo pensaba, el romance comenzaba a deteriorarse. Los primeros meses siempre son idílicos, luego uno comienza a conocerse y las cosas cambian. París y yo no supimos manejarlo. Tuve que alejarme. Sin embargo, cabe consignar que no estamos en malos términos, siempre deseamos volver a vernos. Solo que a veces hay que saber ponerle fin a la historia antes de que uno de los dos termine  muy mal.

Hoy, mientras doy un paseo matutino por esta ruidosa ciudad, que no es París, por cierto, miro la cúpula de una iglesia cuyo nombre desconozco y pienso en los versos de Jorge Teillier ¿Por qué estoy en un lugar / que no me dice nada? Tal como él no encuentro una respuesta. Son esas preguntas que uno le hace al viento, preguntas retóricas que solo con el paso del tiempo se hallarán respondidas, quizás por consuelo, quizás por resignación. Las respuestas nunca llegan certeras, jamás hallaremos la verdad, por tanto hay que inventar una. La verdad que me invento hoy, en esta ciudad que no me dice nada, es que el pasado fue hermoso, pero no fue lo mejor. Lo mejor siempre está por venir. París fue y será hermosa. Yo fui y seré feliz.

Luego de semejante reflexión decido que es tiempo de regresar a casa. Hace días que tengo ganas de fumar mientras leo, mientras escribo. Pero no son ganas genuinas, son ganas contagiadas, alguien (a quien quiero mucho) decretó que pronto me convertiría en fumadora. Tal debe ser el poder de ese ser humano sobre mí, que hace días camino por las calles con un cigarro en la mente. Pero no he comprado ninguno, así que mejor me voy a casa, termino las lecturas que tengo pendientes acompañada del siempre dulce amargor de la copa de vino y espero con la certeza de que París es solo una de las tantas puertas que he de atravesar para llegar al punto donde pueda suspirar con tranquilidad, pues nada me ha faltado por vivir.

Y lo que falte siempre será menor que lo que hay.

Música y alter ego

Siempre soñé con que mi álter ego fuera la chica light de Glup! Pero a diferencia de ella no tengo un novio espacial y si les digo a todos que los amo, es cierto. No como ella que no ama a nadie. Además no soy ni tan linda ni tan freak. Por eso después cambié de enfoque y empecé a cultivar la chica eléctrica de La pozze Latina. Ese personaje me quedaba mejor porque me soltaba las trenzas y dejaba la patá en cada carrete en el que me presentaba. Mis movimientos no soltaban mis pechos (solo tenía pecho, así en singular no en plural) pero eso no era impedimento porque, como en ella, mi boca se transformaba lentamente en anillo y qué sencillo sentir mis labios y mi lengua hacer contacto con su alma, y todo eso. Sin embargo, crecí. No lo pude evitar, dejé de ser la cabra chica de 16 que parecía de 26 y empecé a ser la cabra de 20 que parece de 30. Sin embargo, eso no me desanimó, seguí buscando y me encontré con la chica de humo de Emanuel. Era muy estilosa, tenía toda la onda, seducía al hombre y ya no al adolescente, eran tiempos de ensueño. Jugaba con mis propias reglas y siempre ganaba. Esa era la cuestión con la chica de humo: tener el toro por las astas, entenderlo, tantearlo, encenderlo, coquetearle, evaporarse. No obstante, todos los excesos son malos, así que nos fuimos deteriorando y además la fórmula se desgastó. Pero eso tampoco me detuvo. Seguí buscando y no tuve que ir muy lejos porque Emanuel me tenía una nueva propuesta: la bella señora. Por supuesto me convertí en la vieja-joven (o viceversa) experimentada y resuelta, con un baúl de secretos y problemas que la obligan a no conectar con nadie. Y ahora, justo en el momento en que escribo esta cháchara, me doy cuenta de mi situación: atrás quedaron los años dorados de la chica light de Glup. Ahora estamos jugando en otra liga y cada vez estamos más cerca de los seniors para terminar cultivando la guata cervecera con los viejos cracks.

Mi cuarto de siglo llega con dolencias en todos los lugares y pese a toda la locura y libertad digna de Miss 37, lo único que quiero es terminar siendo la niña roja, esa a la que le canta Adanowsky con añoranza, amor profundo y eterno recuerdo. Y en el fondo, como todas, quiero alcanzar un amor devoto que me ayude a terminar los días con dignidad, así como Lady Laura de Roberto Carlos.

En un día como este solo temo terminar siendo tan profundamente convencional que la bella señora se reirá de mí cada vez que lleve consigo a un emanuel a su apartamento.

La primera y última fiesta

A finales de los noventa me celebraron mi primer cumpleaños en grande. Aún era pequeña por ese entonces, así que la fiesta incluyó muchos amiguitos, muchos sombreros, muchas cornetas, muchos dulces, muchas piñatas. Me parece que esa también fue la última vez: nunca me gustó ser el centro de atención y al parecer mis padres nunca pusieron mucha atención en mí. Como sea, ese cumpleaños lo recuerdo demasiado, no solo porque fue el único en mucho tiempo que se celebró en grande, sino porque una amiguita de ese entonces, se retiró de la casa indignada al descubrir que mi familia iba a votar por Ricardo Lagos (socialista) y no por Joaquín Lavín (UDI). Ella, que a sus tempranos siete años ya estaba muy preocupada por la política interna de Chile, no quiso contagiarse con las ideologías izquierdosas que estaban discutiendo los adultos en la sala mientras los niños normales jugábamos en el jardín. Su decisión me pilló de sorpresa, solo me dijo “Me voy, así que devuélveme el regalo”. Hoy creo que utilizó la excusa de la política solo porque quería el regalo para ella. Yo se lo devolví y nunca supe qué era, nunca le pregunté. Quizás ese mismo día decidí que la gente no me gustaba tanto como creía y que prefería pasar las fechas importantes con la escaza gente que me ama que con un montón de invitados que actúan de manera extraña y no les importa que se trate de un día especial.

Al final ganó Ricardo Lagos y fue el presidente por los próximos seis años de mi vida. Sí, cuento los mandatos presidenciales como parte de mi vida porque todo lo nefasto que fue ese hombre, como todos los presidentes y la presidenta que han mandado Chile, me atañe de manera personal. Pero ese es otro tema. Lo importante es consignar que nunca les voy a perdonar a Joaquín Lavín y Ricardo Lagos haber metido su veneno en mi fiesta de cumpleaños y haber comenzado con pequeños detalles a destruir mi imaginario político y social del país. En su nombre hoy, 17 años después, luego de unas copas gritaré que los detesto, que me cagaron la que pretendía ser la mejor fiesta de cumpleaños y, peor aún, que se han cagado toda la vida a mi país. Jódanse todos.

¿Son los chilenos el problema de Chile?

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Hace unos días La Legal, un sitio de noticias falsas e irónicas, publicó una nota con un alarmante titular: “Científicos afirman que el problema de Chile son los chilenos”. Sin duda, en cuanto leí la noticia, la compartí en mis redes sociales. Sin embargo, luego de la excitación viene la baja de ánimos, como en todo orden de cosas, por lo tanto, camino a la Universidad estuve pensando seriamente en ese problema que representamos los chilenos para el país.

Todos en conjunto (ayudados por un montón de instituciones que invierten más en publicidad que en docentes de calidad) hemos transformado la educación en una mercancía y el título universitario en un adorno que se luce cada vez que se desea fama en el medio social.

Ese día pensé que quizás no es tan descabellado problematizar la incidencia de la colectividad denominada “los chilenos” en todos los problemas que enfrenta Chile como nación. Ahora, cabe destacar que este artículo no es un mero intento de estigmatizar al linaje de “los chilenos” y culparlos de sus desgracias. Este es tan solo un intento de reflexión para pensarnos como nación que en su afán de desarrollo debe desandar ciertos caminos y replantearse ciertos conceptos.

La primera atenuante para declarar a los chilenos culpables del problema de Chile es el poco interés que tenemos por educarnos y el gran interés que tenemos “por sacar un cartón pa’ ganar plata”. Todos en conjunto (ayudados por un montón de instituciones que invierten más en publicidad que en docentes de calidad) hemos transformado la educación en una mercancía y el título universitario en un adorno que se luce cada vez que se desea fama en el medio social. De este modo hemos relegado la búsqueda del conocimiento a la última opción de nuestras vidas, transformándonos en una sociedad ignorante cuya prioridad y fin último es conseguir dinero para subir en la escala social.

La segunda atenuante tiene que ver con nuestro desinterés por la política, pues ya ni recuerdo la última vez que todo el pueblo informado (sin distinción de clases sociales) fue a votar para elegir al más sabio de los ciudadanos como representante del orden y el bien común. No sé si tal nivel de conciencia política se ha tenido alguna vez en este país. Podemos culpar a los políticos de cuanta suciedad se nos ocurra, pero no podemos eximirnos de nuestra responsabilidad en el hecho de que un inoperante rija el modelo de nación que imaginamos, si es que imaginamos uno.

La tercera: nos creemos una raza especial entre nuestros pares. Durante muchísimo tiempo hemos considerado que somos primos-hermanos de los ingleses, que somos geniales porque blanqueamos a nuestros indígenas y que no tenemos nada que ver con los países fracasados de Latinoamérica. Claro, si nuestra economía está tan bien, somos absolutamente mejores que todos los muertos de hambre que nos rodean. Si nos alcanza para los mejores autos, tenemos televisores último modelo y hasta pagamos por la educación de nuestros hijos.

Haciendo una generalización, acaso injusta, estas problemáticas no dejan de tocar las fibras de todo ser humano que haya nacido atrapado entre mar y cordillera y se haga llamar chileno. Todos hemos sido criados de la misma forma: individualistas, neoliberales, con aires de grandeza, con repudio a lo indígena, a lo moreno y a lo negro. No me digan que no si todos hemos estado en un nacimiento en el cual la gente se alegra “porque la guagua salió blanquita”; todos hemos querido escapar de la escuela pública porque ahí hay niños diferentes a los nuestros, de menor calaña; todos hemos querido estudiar en la universidad “para ser alguien”, para “ser mejor que mi papá”, pero nadie ha querido educarse para ser un buen ciudadano, para ser parte de una comunidad integradora que mejore con las diferencias no a pesar de éstas.

Es hora de que reconozcamos que Chile no es responsabilidad tan solo de quien está al poder, tenemos que comenzar a tomarnos en serio nuestro papel de ciudadanos y hacernos cargo de lo que hemos creado. Gran parte de lo que somos se debe a que somos hijos de una sociedad neoliberal cuyo único fin es formar mano de obra no-pensante que cumpla su labor, coma chatarra y sonría cuando reciba su sueldo a fin de mes; sin embargo, hace mucho rato que podríamos haber comenzado a educarnos. El conocimiento está ahí, al alcance de la mano: proliferan libros en internet, hay al menos una biblioteca en cada ciudad y al menos un cerebro por cada ciudadano.

Por Cristal
Publicado originalmente en Revista El Fracaso