Estar

Hace unos días comencé a aprender una lengua no perteneciente a la familia de mi natal castellano que, la verdad sea dicha, me fue legado bajo extrañas circunstancias. Luego de salir de clases obnubilada por todo lo aprendido, pasé por una librería y compré (sin motivos aún claros) todos los libros de gramática que había sobre las lenguas de la familia de mi natal castellano. Después pasé por una calle hermosa y leí un letrero que decía “Taller de títeres”, entré de inmediato al sitio y comencé a darle vida a pequeñas creaciones que revivían viejos diálogos de almas distantes. Más tarde fui a tomar un té con una amiga y la escuché con mucha atención. Me sentía humana, tan humana que podía, a través de códigos, oír emociones ajenas. Tantas emociones que los títeres cobraban voz  propia, tantas emociones que mi amiga tenía mi respeto. Me sentía invencible, más que enseñarme una lengua muy extraña ese profesor me había dado alas, quería aprenderlo todo, quería sobre todo aprender  a oír.

De pronto la vida me pareció un entramado de palabras por oír, un misterio por descubrir cuyas pistas no nacen en mi lengua que parece haber emigrado de mi boca. Ahora caigo en cuenta de la más pequeña y dulce de las certezas: el silencio es el camino a la sabiduría y no porque en mí esté la respuesta, sino porque me constituye un otro… y para darle paso a ese otro, para darle el derecho de vivir, entonces debo permitirme el honor de oírle.

En definitiva, hoy por hoy aprendo palabras nuevas en códigos tan lejanos a mi natal castellano sólo para sumergirme cada vez más en un profundo silencio que me enseñe a esperar mi tiempo de hablar.